La Compasión Y El Yo Interior

EDUARDO PITCHON - London

“De ti recibo, a ti te doy, juntos compartimos, para ello vivimos.”

proverbio sufi

No podemos eludir el hecho de que desde que nacemos, vivimos en el mundo de nuestra propia mente, y que la misma se encuentra dentro en una red llamada el espíritu de nuestra época. Este es nuestro contexto; no lo elegimos ni podemos huir de él. Podemos considerarlo nuestro derecho de nacimiento, o nuestra cruz. La única elección que realmente poseemos es cómo vivir y lidiar con ello.

El espíritu de nuestra época es dinámico; es cambiante, y nosotros cambiamos junto con él.

Como ilustración, tomemos un ejemplo conocido por todos nosotros que se encuentra en primer plano la conciencia colectiva. Se ha dicho que el 11 de setiembre del 2001 anunció el amanecer de una nueva época – una nueva era, con un nuevo mensaje. Considero que esta afirmación es sumamente plausible, y estoy seguro de que, sea cual fuere el mensaje, se trata de un mensaje multi-facético, con múltiples niveles y dimensiones que nos llevará tiempo desentrañar. El shock de los sucesos genocidas que ocurrieron ese día ha tenido un efecto profundo sobre la psiquis y la vida de cada uno de nosotros. Las placas tectónicas que sostienen nuestro mundo han sido sacudidas fuertemente y se han desplazado a una nueva posición. La primera persona que anunció este cambio fue el presidente de los Estados Unidos. Tal vez recuerden que al Sr. Bush le llevó dos días encontrar la palabras adecuadas para dirigirse a los medios de comunicación. Cuando habló, lo que dijo fue muy simple y directo: nos dijo que el mundo estaba en guerra y que no se trataba de una guerra convencional como las del pasado; se trataba de un nuevo tipo de guerra, una guerra entre el miedo y la libertad. Si esto es así, le puedo decir al Sr. Bush que somos todos soldados que están peleando en esta guerra, porque, de una manera u otra, estamos todos involucrados en la ardua tarea de dominar y sobreponernos a nuestro miedo a la libertad. La libertad siempre nos está llamando pero depende de nosotros encontrar el coraje necesario para poder atravesar los cercos de nuestras pesadillas.

Considero que el 11 de setiembre es una señal, algo que demuestra de manera concreta y muy dolorosa el hecho innegable de que estamos viviendo en un mundo interrelacionado. Estos terribles acontecimientos nos han despertado en parte de nuestra complacencia anestesiada, haciendo emerger en la conciencia colectiva corrientes de energía que permanecían latentes e ignoradas.

Debido a que estos sucesos están cambiando el mundo, también nos están modificando a nosotros, haciendo surgir nuevas emociones, expandiendo nuestra imaginación, cambiando nuestro sentido de identidad y forzándonos a re-definir cómo nos percibimos y quiénes creemos ser.

Si Caín estuviese vivo hoy, en el espíritu de este tiempo, estoy seguro de que habría dudado y pensado mucho antes de dar una respuesta tan arrogante. “¿Soy el guardián de mi hermano?” es una pregunta que ya no sirve, porque ahora todo ha cambiado. Hemos descubierto que negar a nuestro hermano es peligroso. Nuestro hermano no es únicamente nuestro vecino, sino también el mundo que, en medio de su aflicción, nos está reclamando nuestra comprensión, nuestra buena voluntad y nuestra capacidad de reparación. La luz y la oscuridad del mundo se están reacomodando y reubicando, y esto nos obliga a cuestionar una serie de hechos fundamentales.

Este proceso ha liberado un inmenso potencial de sanación que se ahora se encuentra a nuestra disposición.

Esta transformación está ocurriendo en el presente. Nos encontramos en medio de lo que algunos llaman un gran “cambio de paradigma”, lo cual en esencia significa que está emergiendo un nuevo panorama. Esta nueva visión deberá ser lo suficientemente amplia, flexible y dinámica como para incluir y contener nuestra conciencia en expansión.

La expansión de conciencia tiene un costo: exige nuestro crecimiento a fin de darle cabida. Nos exige bucear profundamente en nuestro interior, empleando recursos cuya existencia desconocíamos. En las profundidades de nuestro ser existe un valioso tesoro, que consiste en nuestro potencial creativo, y la decisión de desarrollarlo depende de nosotros.

Si nos basamos en el amor y la compasión, creo que no nos vamos a equivocar, dado que las mismas son cualidades que convierten la discordia en armonía y que tienen una importancia fundamental para determinar el nivel de nuestra vida interior y la condición del mundo.

La compasión es una expresión de la energía del amor, y se manifiesta cuando nuestra mente deja de enjuiciar. Para encontrar este espacio inexplorado dentro de nuestra psiquis, debemos efectuar un aprendizaje que consiste en tratarnos bondadosamente – la compasión que no nos incluye es incompleta.

Todos poseemos debilidades, defectos e imperfecciones. La forma en que lidiamos con estos fallas nos permite ver cómo nos tratamos, y la forma en que nos tratamos a nosotros mismos es el factor predominante en nuestro estado de conciencia general y en la forma en que tratamos a los demás.

Se trata de un proceso circular. Al igual que la felicidad, la compasión requiere práctica y constituye lo que los budistas llamarían una respuesta inteligente a los acontecimientos de la vida.

La compasión se encuentra acompañada por otras cualidades tales como el amor, la bondad, el humor, la perspectiva, la liviandad del ser y una elevada dosis de la capacidad para el perdón. Debemos estar preparados para perdonar si deseamos experimentar la compasión auténtica.

Debemos estar preparados para mirar más allá de lo aparente a fin de percibir la interconexión subyacente entre todo lo que existe. Si bien a nivel superficial todos tendemos a considerar que somos entes separados, en realidad estamos ligados y unidos por hilos invisibles de interrelaciones ocultas. Somos como las hojas de un árbol, aquel árbol que los Cabalistas sabiamente llaman “el Árbol de la Vida”.

La compasión es una cualidad muy profunda de nuestro corazón. Su esencia es integradora y tiene el efecto de unir nuestros aspectos disociados. Emana de una parte íntegra y saludable de nuestro ser y se irradia para incluir y abrazar todas las circunstancias de la vida. Dado que proviene del corazón, siempre se conecta con lo esencial, y trae consigo el regalo de la curación. La compasión es la única manera que conozco para sanar al mundo y recuperar nuestra salud mental. Es indudable que el mundo en que vivimos se encuentra en un estado de confusión, y que necesita de la curación, pero si pensamos una cosa mientras que decimos y sentimos otra, estamos sembrando más confusión en el mundo.

Hacer el “bien” por las razones erróneas nunca ha sido una solución, sino que sirve únicamente para perpetuar los problemas.

Una de las dificultades más serias con las que se enfrenta nuestro mundo es que existe demasiado egoísmo, avaricia, envidia, maldad y violencia a nuestro alrededor, lo cual genera conflicto y mucho dolor. El amor, la compasión y el perdón son antídotos poderosos – un remedio potente que trae la curación a nuestro mundo dividido y acongojado.

He mencionado con anterioridad que el mundo que conocemos es tan sólo un reflejo de nuestra mente. Si nos conectamos con este reflejo con amor y compasión estaremos nutriendo a nuestro propio ser con estas cualidades.

Existe una ley que afirma que “cosechamos lo que sembramos”. Esto es evidente en el universo físico. Todos sabemos que si sembramos trigo, no cosecharemos naranjas. Lo que tal vez desconozcamos es que esta ley también se aplica en los planos más sutiles del universo psíquico.

El corazón es como un jardín en el cual puede crecer la compasión, el temor, el resentimiento o el amor, y debemos escoger con sabiduría qué semillas plantar.

El mundo interior es donde reside “la persona interior”. Esta “persona invisible” o “yo interior” es aquel que parece vivir debajo de la piel y dentro del cuerpo.

Es el “ser que soy”, mi “yo verdadero”, dependiendo del significado que le demos a esa frase. Para que la persona interior pueda desarrollarse y desplegar todo su potencial, necesita ser nutrida de la manera adecuada. Al igual que nosotros, necesita cuidado, tiempo, dedicación y consideración. En otras palabras, necesita lo que el Dr. Winnicott solía llamar “un medio ambiente facilitador”. Si aspiramos a vivir en un estado de armonía, paz y libertad, el yo externo deberá desarrollar un buen vínculo con el yo interno. Esta relación es muy delicada – no puede apurarse, ya que se desplegará con su propio ritmo y su propio estilo. En el interín, lo único que podemos hacer es armarnos de paciencia y de buen humor, confiando en el proceso y concediéndole su espacio y su tiempo.

Debido al ritmo turbulento de nuestra vida actual, resulta fácil descuidar al yo interior, y el resultado es que nos podemos sentir impacientes y desconectados de la fuente de nuestro ser. El camino hacia la salud mental nos conduce directamente al terreno de integración.

Ser íntegros es una aspiración sagrada, la aspiración suprema de la cual se desprenden todas las demás. “Ser íntegros” es nuestro anhelo más preciado, y es tan profundo que sólo podemos pensar en él intermitentemente. Debido a que sentimos que es algo tan delicado, tememos que se trate únicamente de un sueño inalcanzable, y muchas personas no se atreven a aspirar a lo inalcanzable por miedo a que sus corazones se rompan y sus esperanzas se destruyan.

Sin embargo, nos guste o no, la integración plena es un ideal que todos compartimos, pese que no podemos saber si llegaremos a lograrla alguna vez.

Algunas personas consideran que la iluminación plena es posible y pueden citar a Krishna, Jesús o Buda como ejemplos, mientras que otros se oponen totalmente a esta visión.

Creo que nadie tiene la respuesta definitiva, y considero que, en realidad, esto no es lo importante. La plenitud es un ideal, el final de un largo proceso, y en la medida en que estemos avanzando en esa dirección, podemos estar seguros de estar en el camino correcto. El ser sólo puede ser conocido luego de un trabajo arduo y perseverante. Para madurar, las personas deberá modificar las ideas superficiales respecto al ser interior. La psicoterapeuta Dorothy Row hace referencia a este proceso. Nos recuerda que “el noventa por ciento del sufrimiento no está provocado por catástrofes naturales, tales como los terremotos, sino por la ideas que sostenemos. Y si creemos que tales ideas representan la verdad absoluta, sufrimos y obligamos a los demás a sufrir. Pero si recordamos que nuestras ideas son simplemente ideas que nosotros mismos hemos creado, sabremos que poseemos la libertad para cambiarlas”.

Es sorprendente cuánto nos resistimos a ello, y cuán fácil y frecuentemente socavamos y boicoteamos nuestras esperanzas más profundas y tiernas. En este sentido, la sociedad no nos ayuda mucho. Por ejemplo, pasé toda mi vida viviendo en grandes ciudades. Con el correr de los años he observado una aceleración en la velocidad de la vida cotidiana, un incremento del ritmo frenético, y un crecimiento alarmante en los niveles de estrés y disfuncionalidad emocional en la población general. Me niego a creer que seguiría existiendo una tasa de divorcio del 40 por ciento, tanto abuso infantil, tanto odio callejero y violencia si la gente lograra vivir en paz y armonía consigo misma.

Sin embargo, las exigencias de la vida moderna son ciegas e inexorables, y no parecieran registrar el sufrimiento. Siguen alejando a las personas cada vez más de su propio ser, agravando así una condición que Karl Marx solía denominar “alienación”, lo cual significa que la persona se va separando gradualmente de su propio ser “central” y comienza a olvidar su identidad real. Es fácil extraviarse cuando se está ocupado en mantener las apariencias.

Cuando cambiamos las ideas que tenemos acerca de nosotros mismos, comenzamos a cambiar la estructura de la mente. Este es el objetivo central de la psicoterapia. Los psicoterapeutas son “médicos del alma” sumamente entrenados. Pasan años manteniendo un diálogo profundo con el ser interior de sus pacientes y al hacerlo, facilitan el desarrollo saludable de esta relación interior – una relación que es satisfactoria, armoniosa y que se basa en el conocimiento y la confianza.

Debemos darnos cuenta de que el ser interior es nuestra fuerza vital permanente. Existió desde el comienzo, mucho antes de lo que podamos recordar, desde el momento en que éramos pequeños embriones nadando en el océano del útero materno; estuvo presente cuando éramos bebés y ni siquiera sabíamos que existía un “yo”; existe en el presente, y continuará existiendo, cuando menos, hasta el momento de nuestra muerte.

Nuestro ser es eterno, y vive en el presente eterno. Contiene en sí todas las épocas pasadas y todos nuestros futuros potenciales. Posee el efecto acumulado de todas las vivencias que hemos tenido y la impronta de todos lo que hemos pensado y sentido a lo largo de nuestra vida.

“Conócete a ti mismo”, “Una vida inexplorada no merece ser vivida”, “Sé fiel a ti mismo” y “El Reino de los cielos reside en tu interior” son afirmaciones provenientes de la sabiduría acumulada por la humanidad que indican la necesidad de reevaluar nuestras prioridades y cambiar nuestro proceder. Necesitamos desarrollar el interés por “el ser central”, nuestra esencia siempre presente que tanto ha sufrido y ha sido descuidada. Conocerme significa conocer mi esencia. Si no conozco a mi esencia, no me conozco a mi mismo. Seguiré siendo yo, pero sin conocerme. Estaré actuando y reaccionando desde la superficie de mi ser, y esto irá en detrimento de mi capacidad para la reflexión y el crecimiento interior.

En tanto vivamos “de afuera hacia adentro”, empeoramos la condición del ser interior, que permanecerá en un lugar secundario y subordinado. Mientras nos preocupe más qué podemos obtener que saber quién somos, estaremos perpetuando una situación insalubre crónica y agravando nuestros problemas. Me regocijo con cada nacimiento humano porque lo considero una maravillosa oportunidad para el “desenloquecimiento”.

Lograr este elevado objetivo y realizar nuestro gran potencial humano dependerá de nosotros, y de cómo elegimos emplear nuestra energía vital.

Estamos limitados por nuestro destino, pero poseemos también libre albedrío, y cuando la naturaleza nos ha otorgado la vida, esta se convierte en nuestra propia responsabilidad.

La sabiduría reside en tratar de vivir bien y recordar que todo lo que hemos hecho en el pasado, lo que hacemos en el presente, y lo que haremos en el futuro se lo hacemos no sólo a los demás, sino también al ser interior, “el portador de nuestro karma”.

Existe una sabia y compleja enseñanza judía que expresa esto de manera elocuente:

“Si yo soy yo porque tú eres tú, y si tú eres tú porque yo soy yo, entonces yo no soy yo y tú no eres tú. No podemos comunicarnos.
Pero si yo soy yo porque yo soy yo, y tú eres tú porque tú eres tú, entonces yo soy yo y tú eres tú, y seremos capaces de comunicarnos”.

Es importante considerar que la vida es una oportunidad, y no únicamente una obligación. Debemos intentar ser nosotros mismos si deseamos honrar y demostrar nuestra gratitud por el privilegio de haber nacido y la bendición de ser humanos.

El ser interior tiene un sueño, y este es un sueño de libertad. Su deseo secreto es ser liberado de su cautiverio y poder expresarse plenamente en el mundo de manera creativa, abierta, gozosa y libre de toda restricción.

Si no prestamos atención a este anhelo y no lo satisfacemos, siempre existirá un profundo padecimiento en el ser humano, una sensación de incomodidad e insatisfacción generalizada que pueden ser ignorados pero nunca extinguidos.

La existencia del ser interior debe ser reconocida, valorada y comprendida a nivel profundo. Si queremos transitar por el camino de la cordura, debemos fusionar nuestra personalidad exterior con el ser interno a fin de que la personalidad pueda convertirse en un instrumento adecuado para la expresión del ser. En nuestra vida cotidiana tendemos a vivir al revés. Generalmente colocamos al César en primer lugar, y nos olvidamos de que la existencia es un misterio y que el Dios Indivisible bien podría existir realmente. Cuando lo hacemos, estamos desobedeciendo el primer mandamiento.

Ordenar nuestras prioridades significa el retorno al hogar, el re-descubrimiento de nuestras raíces. Para lograrlo, debemos reconocer que poseemos un hogar que olvidamos y descuidamos durante mucho tiempo. Cuando regresamos al hogar, debemos hacernos responsable por él, y reparar, limpiar y organizarlo de forma tal de sentirnos “en casa” allí.

El ser interior es muy sutil, y no podemos percibirlo con nuestros órganos sensoriales externos: no podemos verlo con los, escucharlo con los oídos ni saborearlo con el paladar. Debemos desarrollar otras formas de conocerlo, y a éstas las llamo “las estrategias del corazón”.

El primer paso fundamental en este sentido es enfrentar la tarea de reconexión con una actitud de paciencia, esperanza y esmero. No debemos renunciar cuando estas cualidades sean puestas a prueba a medida que nos tengamos que enfrentar con los obstáculos que puedan surgir en el camino. Estos obstáculos son nuestros miedos: miedo a la intimidad, miedo a la pérdida, miedo al cambio. Debemos enfrentarnos al miedo en lugar de huir.

Esto no resulta sencillo dado que nuestros miedos habitan nuestras zonas más vulnerables, y están muy ligados a las sensaciones ocultas de culpa y vergüenza que existen en nuestro interior. Todos nos sentimos inadecuados de alguna manera – este no es un problema, sino un hecho. El desafío con que nos enfrentamos es qué hacer con estos aspectos no expresados ni evolucionados de nuestro ser.

Un viejo rabino llamado Suzia le dijo un día a sus discípulos: “Cuando muera, Dios no me preguntará por qué no fui Abraham ni Moisés; me preguntará si he sido Suzia”. Es una buena pregunta, y es posible que Dios nos la formule luego de nuestra muerte, pero en el interín, mientras aún estamos vivos, de nosotros depende. Somos nosotros quienes nos hallamos “in loco parentis”.

Es nuestra propia responsabilidad liberarnos de las ataduras de nuestra indolencia, y realizar el trabajo necesario para convertirnos en seres integrados y plenos, en otras palabras, unificados. La unificación significa estar en sintonía con nuestro ser, en contacto sensible y abierto a las misteriosas e insondables dimensiones más profundas de nuestro ser.

Es necesario comprender que esto no consiste en ejercer más control o estar aún más tensos, sino todo lo contrario. Consiste en entregarnos y confiar en el proceso de la vida. Confiar en uno mismo equivale a confiar en la bondad natural de nuestro ser y tener fe en el ser verdadero.

La compasión y la bondad son las llaves que abren la puerta que nos separa de nuestro ser. Si somos capaces de acceder a la experiencia de la compasión auténtica, nuestros miedos y resistencias se disolverán. Esto se debe a que, por su naturaleza, el miedo se disuelve cuando emerge la compasión. La compasión navega profundamente por debajo de la superficie del mundo de nuestras preferencias (“me gusta”, o “no me gusta”). Debajo del mundo de las apariencias existe “el mundo del ser”: el habitat natural de la compasión. La compasión se encuentra en este mundo impersonal, y es la expresión natural del amor, el cual es una energía impersonal que fluye a través de nuestro ser interior. El mayor desafío con que nos enfrentamos los seres humanos es el desafío del amor. ¿Estamos preparados para permitir que el amor ingrese en cada puerta cerrada, cada rincón olvidado de nuestro ser, y permitir que sane nuestras heridas más profundas con el suave bálsamo de la compasión? ¿Podemos llegar a tener este nivel de confianza en el poder del amor?

Todavía no he conocido alguna persona capaz de amarse verdaderamente, con todos sus defectos, y capaz de expresar este amor de manera abierta, constante y sin defensas. Esta es una tarea hercúlea debido a que, como todos los demás seres humanos, hemos crecido en un mundo que nos enseñó a juzgar. En el plano mental, somos todos abogados de gran experiencia, y en la cumbre de nuestras mentes inquietas se encuentra “el juez”, que juzga todos nuestros pensamientos, sentimientos y acciones. Este “gran juez” preside sobre una “corte interna” que se encuentra sesionando y emitiendo sus veredictos permanentemente. A veces somos declarados inocentes, y a veces culpables, y los juicios no terminan nunca – existe una gran cantidad de juicios atrasados sin resolver.

Así vivimos, en un estado constante de tristeza y melancolía, a la espera de que el próximo será el juicio que demuestre fehacientemente que somos culpables e indignos. Estos veredictos secretos y la sombra fantasmagórica de los veredictos futuros son la base de la culpa y vergüenza que sentimos.

Esta situación inestable genera una confusión interna que nos hace sentir insuficientes e inadecuados, y nos lleva a construir fuertes defensas alrededor de nuestras vulnerabilidades imaginarias con la esperanza de sentirnos protegidos. Nos endurecemos y nos escondemos dentro de una armadura protectora similar a la que utilizaban los caballeros en la Edad Media. La consecuencia de esta actitud defensiva es que a nivel mental nos hallamos permanentemente en guardia, juzgando todo lo que ocurre en función de si es bueno o malo.

De esta forma la realidad, originariamente única, se fracciona y se divide. En nuestras mentes vivimos en un mundo dual, un mundo de opuestos: vida y muerte, día y noche, hombre y mujer tú y yo. Estas son distinciones aprendidas: las hemos heredado de nuestros padres, se encuentran profundamente grabadas en nuestra psiquis y están relacionadas con el nivel de las apariencias.,

Debemos estar agradecidos, ya que estas categorías mundanas nos son sumamente útiles, y sería difícil desempeñarnos en la vida cotidiana sin ellas. Sin embargo, debemos darnos cuenta de que la vida abarca mucho más que lo aparente.

La tradición oriental utiliza el concepto de “Maya”, que puede traducirse como “ilusión”. Desde esta visión, la vida tal como la conocemos no es la “realidad real”, sino que tiene una calidad parecida a nuestros sueños, y se nos aconseja no tomarla demasiado en serio.

El hecho de que la vida sea percibida como una ilusión no significa que lo que nos ocurre no nos parezca real, y a veces, muy doloroso. Pero nuestro sufrimiento y nuestros problemas son como nubes pasajeras; no son permanentes, y más allá de las nubes, el sol sigue brillando.

En este caso, el sol representa el ser que subyace, aquel que sostiene la estructura de la vida, nuestro ser original incondicional e inmaculado.

Si deseamos tener acceso consciente a las dimensiones más profundas de nuestra psiquis, debemos modificar nuestros hábitos mentales. Debemos dejar de concentrarnos excesivamente en los efectos, en las cosas que nos ocurren, y comenzar a prestar atención a las causas subyacentes. De esta forma evitaremos perdernos en el proceso, y nuestro ser emergerá nuevamente en primer plano.

Permítanme recordarles que el viaje de viaje sanador hacia la salud mental ocurre más allá del mundo habitual y del otro lado del espejo de las apariencias.

La lucha entre quien realmente soy y quien parezco ser forma parte de la condición humana. Los seres humanos nos enfrentamos permanentemente con esta compleja circunstancia y respondemos a ella de diferentes formas, dado que poseemos libertad de elección. Algunos elegimos enfrentar este tema directamente, mientras que otros prefieren postergarlo. Cada uno lidia con esto a su manera.

En psicoterapia, los temas relacionados con la autenticidad y la respuesta a la pregunta “¿Quién soy?” son fundamentales, y deben ser enfrentados.

Esto me lleva a la segunda parte de este artículo, que se refiere la manera en que este proceso evolutivo ocurre en la vida de una persona. Voy a compartir una historia con ustedes, dado que las historias pueden transmitir las cosas de manera tan clara y directa que suelen desafiar a nuestra ingenuidad natural y trascender las defensas que hemos establecido. Esta es la historia de Ana.

Ana y yo nos conocimos hace algunos años cuando vino a consultarme. Era una mujer joven, de unos veintitantos años. Estaba casada, tenía su propio hogar, una buena educación, era inteligente, sabía expresarse muy bien, era bonita, y era sumamente desdichada. Daba la impresión de que su vida y todos sus sueños se habían convertido en cenizas. Debido a que le era fácil tener éxito , había logrado todo lo que había deseado. El problema fue que una vez que lo logró, descubrió que nada de lo que tenía le proporcionaba verdadera alegría o paz.

Había dejado una trabajo muy bien remunerado que detestaba con la excusa de que tenía un intenso dolor de espalda. Regresó a su hogar para pensar, y allí permaneció, deprimida y desgraciada, preguntándose por qué todo había salido mal, y cuál podría ser su próximo paso. Según vimos, a su marido no le iba mucho mejor y parecía estar atravesando por una situación similar.

A Ana se le había terminado el libreto y se encontraba realmente confundida. Tenía muchos conocimientos sobre diversos temas, pero estos no se encontraban integrados y organizados en una estructura coherente. Estaba sufriendo de lo que los ingleses llaman “stiff upper lip”, situación en la cual los sentimientos no deben ser tomados muy en serio, y son consideradas como una flaqueza o debilidad.

Comenzó a hacer terapia, y nos embarcamos en un viaje muy interesante que duró varios años.

Un aspecto importante de su terapia fue la manera en la cual se desarrolló y evolucionó su sensibilidad hacia su yo interior. Ana había estado interesada en temas tales como la auto-ayuda, la psicología, la religión y la espiritualidad mucho antes de conocerme, y esto continuó durante la terapia. Utilizaba nuestra relación como un laboratorio para explorar, poner a prueba y elaborar su búsqueda existencial.

Estaba buscando su yo verdadero. El problema principal consistía en que, debido a una educación sumamente estricta, tenía la creencia de que debía ser “una buena chica”, lo cual la obligaba a complacer constantemente a todos los que la rodeaban. Con facilidad se sentía desgarrada cuando se tenía que enfrentar con exigencias conflictivas, y perdía el contacto con su propio yo y sus propias necesidades. Ana trabajó arduamente sobre los aspectos excesivamente complacientes de su personalidad. Lentamente fue aprendiendo a relajarse, y a apreciar la sabiduría inherente de permitir que su corazón se expresara libremente y a escuchar atentamente lo que le comunicaba.

Luego de estar en terapia durante algunos años, Ana descubrió un pequeño libro llamado “Cristo en Ti” . Este libro la impactó profundamente. Lo leyó y re-leyó varias veces durante los años siguientes, ya que se trataba de un libro breve. Cada tanto traía el tema del libro a sesión. Le pedí varias veces que me explicara de qué se trataba, pero siempre se sentía incapaz de articularlo. Esto era algo poco habitual, dado que podía expresarse muy bien respecto de cualquier tema, tal como era lógico esperar de una egresada de la Universidad de Filosofía y Economía. Pero el caso del librito parecía ser algo diferente. Parecía tratarse de una experiencia del alma, en lugar de ser tan sólo un ejercicio intelectual. Recuerdo que un día, casi en broma, le pregunté: “¿Por qué no intentas escribir sobre ello?”. Ana aceptó el reto – tenía la costumbre de tomarse en serio todo desafío. Lo pensó durante varios meses, pero todavía no se sentía en condiciones de expresarlo plenamente, de modo que abandonamos la idea.

Pasó el tiempo y llegó el momento en que su terapia se acercaba a su terminación. A último momento, Ana decidió enfrentarse con mi desafío. Audazmente, me dijo: “Decidí que no quiero escribir un resumen de “Cristo en Ti”. Quero escribir el Evangelio de acuerdo a mí, con la luz de mi propio entendimiento”. Fiel a su palabra, al cabo de un tiempo me entregó una copia de “El Evangelio según Ana”, el cual me complace compartir con la esperanza de que les resulte de ayuda en su propio viaje.


EL EVANGELIO SEGÚN ANA
(O, como no ser una burra)

“Se suponía que me iba a resultar sencillo escribir este artículo. Como buena Virginiana, hasta tenía una lista de todos los temas a los que me iba a referir. La idea era que iba a describir las ideas y sentimientos que tengo en la actualidad sobre mi espiritualidad. Y luego, perdí el hilo por completo. Durante meses no me pude enfrentar con la escritura.

En lugar de continuar con el plan inicial, decidí tratar de comprender qué ocurrió cuando las luces se apagaron y cómo logré volver a encenderlas. Curiosamente, el producto final es el mismo que pensaba crear al principio, con una sola diferencia importante. Si lo hubiera escrito en aquel momento, se habría tratado de una re-visión de los pensamientos de otra persona. Esta es mi propia versión.

El invierno pasado tuve que luchar mucho. En el trabajo me ascendieron a un puesto ejecutivo que resultó más complicado de lo que había imaginado. Las dos personas que habían ocupado este cargo antes que yo había fracasado, y había que poner en orden muchas cosas. Yo era la más joven de mis colegas, quienes parecían estar plenamente establecidos y sin problemas en sus respectivas áreas. Me sentía desbordada, abrumada e ineficaz. Las vacaciones de Navidad no fueron de ayuda, porque pasé por la época más traumática que puedo recordar en toda mi vida. Había tomado la mala decisión de pasar unos días con mis padres. Además, y como si esto fuera poco, había tomado la extraña decisión de continuar mis estudios y obtener la maestría en Administración de Empresas. Esto obedecía a un deseo de obtener más reconocimiento, en lugar de responder a un deseo de mi corazón. En una de esas listas que evalúan los factores que generan estrés, seguramente habría obtenido un puntaje elevado. Decidí aumentar este puntaje, intentando cambiar de casa. Por otra parte, el invierno siempre me resulta difícil, y me había engripado.

Bueno, en un nivel no era algo tan terrible. Había atravesado períodos de dificultad similares en los últimos años. Sin embargo, a diferencia de las ocasiones anteriores, ninguna de las técnicas y herramientas que había descubierto me resultó de utilidad. En las peores épocas, siempre había podido disfrutar al leer libros espirituales que me calmaban y tranquilizaban, como así también, al escribir en mi diario. En aquel momento, todo esto me parecía insípido e insulso. Ni siquiera podía conectarme con la Naturaleza debido al problema de la aftosa que había en Inglaterra.

Había leído en varias oportunidades que la respuesta residía en enfrentar el dolor, interactuar con las emociones e intentar comprenderlas; no sentir pánico en los momentos en que me sentía mal, aceptando que, al igual que todas las demás emociones, éstas también pasarían; no identificarme demasiado con lo que sentía.

En lugar de sentirme reconfortada con estas ideas, tenía la sensación de que me estaba hundiendo cada vez más, y que me iba sintiendo peor. Sentí que estaba perdiendo mi energía vital. Me pregunté seriamente si me había estado engañando en la búsqueda de un camino espiritual.

Me sentía apesadumbrada y totalmente estancada. El golpe final fue un sueño en el que había unos caracoles gigantes que invadían mi huerta. ¡Se trataba realmente de la noche oscura del alma! Al recapacitar, me resulta fácil darme cuenta de que era necesario dar un salto cuántico de conciencia.

¡Esta era la causa por la que no funcionaba ninguna de las técnicas que ya conocía!

Me dí por vencida. Acepté el hecho de que nada de lo que había intentado me había ayudado, y que no sabía qué hacer.

Abandoné los libros espirituales y comencé a leer novelas a fin de concentrar mi mente consciente en otra cosa. Me parece que había llegado al punto que los Budistas llaman “la mente de principiante”. Era necesario encontrarme en un estado de vacío total para darle espacio a la nueva perspectiva espiritual que necesitaba.

¡Ah! Así que esto era a lo que se refería Jesús cuando exhortaba a quienes lo escuchaban a ser como niños pequeños y la razón por la cual los pobres fariseos de la antigüedad eran criticados por pensar que no tenían nada nuevo que aprender.

También recordé el cuento Zen sobre el maestro que seguía virtiendo té en la taza, pese a que la misma se desbordaba, para demostrar la importancia de estar abierto a nuevas enseñanzas.

Cuando me permití tener más espacio, comenzaron a surgir nuevas percepciones, frecuentemente en los lugares más inesperados. Uno de ellos fue una cancha de tenis.

Cualquiera que conoce mi manera de jugar al tenis sabe que puedo jugar bastante bien y sin demasiados problemas. Sin embargo, cuando se trata de servir, la cosa cambia. Mi mente empieza a interferir, y necesito recurrir a todo tipo de artimañas para que la pelota pase sobre la red. He intentado todo: Zen y el juego interior de tenis, visualizar que la pelota pasa por encima, simular que se trata tan sólo de una práctica, etc. Pero de alguna manera, los demonios mentales siempre retornan. Un domingo empecé a jugar, y los sentimientos habituales se apoderaron de mi una vez más. Pensé:“Dios mío, estoy jugando como un perro hoy”.

Habitualmente, esta es una señal para ser aún más cautelosa, cuando de pronto tuve una percepción nueva. El momento en el que te sientes más nerviosa es precisamente el momento de abrir más tus hombros y concentrarte en el juego con vigor y energía. Esta simple idea fue suficiente para sacarme del pozo, y, más importante aún, surgió de mi propia experiencia y pude expresarlo a mi manera..

.Fue ahí cuando decidí que ya me había cansado de sentirme mal. No me importaba si en realidad estaba reprimiendo mi tristeza. Comencé una dieta de pensamientos positivos. Leí a Louise Hay y a Norman Vincent Peale. Imitando a Julie Andrews en La Novicia Rebelde, pasaba parte del día pensando en mis cosas preferidas. Al finalizar el día, buscaba los momentos que habían sido placenteros – alimentar a los pájaros de mi jardín, perderme mirando una buena obra de teatro por televisión, o mirar a un conejito que salía de paseo.

Este ejercicio me permitió realizar dos descubrimientos. En primer lugar, me sentí reconfortada por el hecho de que, incluso en el día más desdichado, podía encontrar momentos de felicidad. Esto es lo que los grandes maestros nos han estado diciendo desde tiempos inmemoriales, pero lo pude vivenciar a nivel personal.

¡Ah! Esto es a lo que se refiere la lección 23 de “Cristo en Ti” cuando dice: “No existe nada externo que te pueda ayudar o enseñar algo hasta que no descubras la respuesta en tu interior””.

Debo recurrir a una analogía para explicar la segunda revelación que tuve. Cuando era estudiante, solía remar. Recuerdo haberme despertado una mañana, sintiéndome muy mal y arrastrarme hasta llegar al río. Lo único que quería era dormir. La mera idea de cualquier ejercicio físico me resultaba abrumadora. ¡Pensé que seguramente me moriría en el bote y tendrían que rescatarme! Sin embargo, al final no sólo descubrí que aún estaba viva, sino que además me sentía maravillosamente bien. La actividad física intensa era precisamente lo que necesitaba. De modo que hay veces en que uno debe hacer lo que siente (dormir), y otras en las que debe realizar lo opuesto (trabajo forzado). Ello me permitió darme cuenta de que no existen reglas fijas y que no podemos vivir de acuerdo a fórmulas preestablecidas – la vida exige atención y conciencia permanentes.

Debemos enfrentar cada situación nueva con una mirada fresca, y utilizar el conocimiento que poseemos de manera sabia e inteligente. Me di cuenta de que un enfoque dogmático, operando con piloto automático, no sirve. ¡Qué dolor de cabeza!

Pero de hecho, los dolores de cabeza son un muy buen ejemplo de las ocasiones en que no me manejo siguiendo una fórmula fija. Hay veces en las que no tomo ningún remedio, y trabajo con las causas subyacentes, mientras que otras veces no dudo en eliminar rápidamente el dolor con analgésicos.

Todas las revelaciones que mencioné parecían tener un hilo conductor en cuanto a ser guiada a nivel interno. Ello me llevó a explorar una veta provechosa - mi propio trabajo interior. El conocimiento de segunda mano, transmitido por otros, no era suficiente. Este era el llamado - tenía que entender esta cosa llamada “yo”.

Dado que esta era la única forma en la que yo podía existir en el mundo, no había manera de saber o comprender algo sin conocerme plenamente a mí misma. Este era mi recurso más valioso. No había otra persona más que yo misma que pudiese comprender mi realidad, de modo que era yo quien tenía que examinar todas los grandes conceptos espirituales, y decidir si debía aceptarlos, y en tal caso, de qué forma.

Todo cuanto necesitaba se encontraba al alcance de la mano. Mis esfuerzos previos no habían sido en vano. Se asemejaba a leer las guías y los mapas antes de las vacaciones. Pero había llegado el momento de partir.

En mi rol de jefa, debo evaluar a la gente y hacer un informe escrito de cada persona. Decidí escribir uno sobre mí a fin de poder comprenderme mejor. Me concentré intencionalmente en todos los aspectos que causaban tropiezos.

Traté de escribir el informe de la manera más neutral posible, dado que no quería castigarme excesivamente.. Logré identificar siete características:

El hecho de lograr escribir el informe me proporcionó un gran alivio. Me di cuenta de que estas eran las formas en las que expresaba mi falta de amor a mí misma. Pero también percibí que cuando estas características eran más intensas, y pese a que solía creer que las mismas eran sagradas, yo me encontraba desconectada de la espiritualidad. Estos aspectos me desconectaban de Dios, y me quitaban vitalidad y energía. ¡Estos eran mis siete pecados capitales! La preocupación por los rituales y por seguir el camino religioso correcto eran algo secundario si las comparaba con la capacidad de comprenderme de esta forma. Sólo podemos leer un texto espiritual de modo significativo y pleno de sentido cuando comenzamos a tener este tipo de comprensión. De lo contrario, existe el peligro de utilizar las enseñanzas espirituales como una excusa para reforzar nuestros “malos hábitos”. Por ejemplo, resulta fácil justificar la pasividad y la humildad, pero esto es lo que menos me sirve cuando me encuentro en una etapa depresiva.

En esos momentos, lo que necesito es una inyección de coraje y comenzar a actuar. Esto se menciona con frecuencia en los grandes textos espirituales.

Una vez que pude realizar esta “limpieza”, comencé a conectarme con situaciones positivas. Esto se desencadenó a partir de un viaje de vacaciones a Francia. Francia no tiene nada de malo, excepto el hecho de que no me gusta demasiado. No comparto la fascinación de la clase media inglesa por todo lo que es de origen francés. No me conmueve desayunar medialunas con café, y más allá de haber hecho un curso de dos años como catadora de vinos, tengo la firme convicción de que todos los demás países productores de vinos del mundo producen vinos de mejor calidad que Francia (y los mejores son los vinos de España).

¡Qué herejía! De alguna manera, Francia me pone de muy mal humor – me convierto en el tipo de anglosajona que agradece a Dios por la existencia del Canal. Me pregunté por qué diablos había pasado tantas vacaciones allí, cuando en realidad hubiera preferido estar en otra parte. Me las había ingeniado para brindarme precisamente lo que no deseaba cuando hubiera podido elegir otra cosa. ¡Me di cuenta de que tal vez había llegado el momento de comenzar a concentrarme en brindarme lo que deseaba y olvidarme del resto! ¿Qué tenía de espiritual negarme lo que yo quería cuando no era necesario hacerlo? Esta forma de proceder no tenía sentido. Además, me impresionó ver que cuando me negaba a darme lo que quería, me convertía en una persona malhumorada e insoportable con la cual no era agradable estar (pregúntenle a mi marido). Si hubiese estado haciendo algo gratificante, me habría sentido plena de alegría y vitalidad, y alguien con quien era divertido estar . Seguramente, esto hubiese sido más espiritual.

Esta fue la idea que realmente me impactó. La conclusión lógica dentro de mi sistema de creencias era que si Dios me daba 500 libras para ir de vacaciones al lugar que yo eligiese, yo iba a decidir qué quería, para luego hacer todo lo contrario, sintiéndome desdichada pero con la convicción de que había actuado de manera “santa y espiritual”. ¡Qué locura! Podía imaginar a Dios diciéndome: “Pedazo de burra, te doy 500 libras para que te diviertas, y eliges ser desdichada. Qué manera de malgastar el dinero. El año próximo quédate en tu casa”.

El desenlace feliz de esta triste historia fue que volví a casa, hice una lista de todos los lugares que deseaba visitar, y me prometí que no me iría de vacaciones a ningún lugar que no figurara en esta lista. Y estoy a punto de comenzar a realizarlo, lo cual me hace sentir muy bien.

Lo importante de la lista es que fue confeccionada por mi propio corazón. No me permití ningún tipo de juicio, como por ejemplo, preguntarme qué clase de lugar era ese para ir de vacaciones, si la gente pensaría que yo era rara porque elegía ir allí, etc., etc.

No tengo dudas de que existen situaciones en la vida en las que debemos actuar, más allá de que nos guste o no. Un ejemplo reciente es la experiencia de cuidar a mi madre. Hace unas semanas, mi padre estaba cerca de la muerte. Estaba internado en un hospital a una hora de distancia de su casa en Lancashire, y mi madre no sabe conducir. El problema era que la última vez que había visto a mis padres, en Navidad, la situación fue muy tensa. Decidí que nunca volvería a ir a su casa y prácticamente no había hablado con mi madre desde entonces.

Sin embargo, en el punto más álgido de la crisis, dejé todo lo que estaba haciendo y me fui directamente a Manchester a fin de ayudar a mi madre. ¡Incluso me quedé en esa casa, a la cual nunca pensaba regresar!

La experiencia me resultó difícil y agotadora, y con frecuencia mi madre me resultaba tan insoportable que podría haberla estrangulado. Todo esto no era algo que yo “quería” hacer. Podría haber elegido no hacerlo. ¿Por qué realicé esta elección? ¿Se asemejaba a elegir ir a Francia pese a desear ir a otra parte? Realmente, no lo considero así. Me pregunté en qué diferían ambas situaciones.

Tal vez podría considerarse que una visita al hospital sería diferente, porque podría hacerme sentir virtuosa y piadosa. Ello haría que el esfuerzo valiese la pena. Debo confesar que, en parte, me sentía así. Tuve el pensamiento de que mis padres nunca más me podrían acusar de ser desagradecida, insensible y todas las demás cosas que me habían tirado por la cabeza en Navidad ya que cuando fue necesario, aparecí al rescate.

Pero sentí que había mucho más que esto en juego. Al final, llegué a la conclusión de que los dos ejemplos que describí estaban conectados. “El episodio de Francia” me había proporcionado una lección importante. Al aceptar los deseos de mi corazón, y aprender a darme lo que realmente quería cuando estaba en condiciones de hacerlo, pude liberarme. Paradójicamente, en lugar de ser una acción egoísta, el resultado fue que me sentí menos enfrascada en mí misma y con una mayor capacidad para aceptar a los demás tal como eran.

Esto creó un medio ambiente en el que me sentía libre y feliz de ser de ayuda, aún cuando estuviera haciendo algo que no me gustaba hacer. De modo que, aunque no me resultó sencillo, pude ir a ayudar a mi madre con el corazón bien predispuesto y sin resentimiento alguno.

Me alegro de haberlo hecho. Una vez más, había extraído lecciones muy profundas de las situaciones de vida que se me presentaban. Mucho de lo que aprendemos nos conduce en la dirección opuesta. La mayor parte de la publicidad contemporánea se basa en la premisa de inducirnos a buscar experiencias cada vez más grandes, mejores e intensas, dándonos una cantidad tal de opciones que nos quedamos crónicamente insatisfechos.

Con frecuencia me he sentido tan perpleja por la cantidad de cosas que podía hacer, que terminaba por no hacer nada por miedo a perderme las cosas que no había elegido. Al trabajar con los temas con los que me enfrentaba, y al realizar elecciones basadas en lo que me gustaba a mí sin enjuiciarme, finalmente pude comenzar a lidiar con este temor a perderme las cosas.

En última instancia, la lección consiste en la auto-aceptación. He aquí un ejemplo.

Cuando tenía once años, escribí una composición en la escuela, relatando que deseaba tener un Volkswagen y viajar por Europa Central y Oriental. Esto sólo puede ser comprendido como uno de esos deseos sin una explicación racional, pero que requieren ser satisfechos.

Durante años, en la Escuela para Niñas St. Margaret, Miss Taylor y yo fuimos las únicas que conocíamos este sueño. Permaneció oculto porque yo lo consideraba un deseo extraño que me avergonzaba reconocer. Cada año era una tortura decidir adónde ir de vacaciones, más allá de que la respuesta fuese clara. Recién cuando pude abrir mi corazón nuevamente para incluir este sueño pude pensar que el tema de la elección y la pérdida de otras posibilidades no era en realidad un problema.

Daré otro ejemplo. Un día me encontraba dando vueltas por mi casa, sintiéndome sumamente inquieta y aburrida. Estaba sufriendo con mis planteos habituales - ¿cuál era el propósito de mi vida, y por qué no podía descubrir qué era lo que realmente quería hacer? Repentinamente, me di cuenta de que estaba buscando la respuesta afuera. Había leído varias veces que todo lo que se necesita es ir hacia adentro y descubrir el contenido del propio corazón. Caí en la cuenta de que, hasta ese momento, no había tenido la menor idea de lo que ello significaba. ¿Cómo era ir hacia adentro? Expresado de manera simple, la sensación es que el foco de atención se vuelve muy definido y claro, en lugar de ser difuso y borroso. De la misma forma en que se puede reconocer un rostro familiar en medio de una multitud, enfoqué mi atención plenamente en el momento presente, y me concentré en lo que quería hacer en ese instante - escribir. No permití que surgiera ningún juicio o pensamiento que me distrajera, como ser preguntarme qué sentido tendría hacerlo, o que no podría ganarme la vida escribiendo, etc., etc. En otras palabras, me concentré en lo que tenía que hacer en ese momento sin preocuparme por el resultado.

Esto me ayudó a darme cuenta de que debía desarrollar la disciplina necesaria para que mi mente no se dispersara, y mantenerme concentrada en el momento presente. Esta es la razón por la cual prácticas tales como la meditación son tan importantes. ¡Otro descubrimiento!

Para terminar, sé que probablemente no he expresado nada que no se haya planteado con anterioridad respecto de la importancia que tiene basarse en nuestra propia guía interior. Sin embargo, siento que al menos he sido capaz de expresar todo esto empleando mis propias palabras, en lugar de limitarme a citar a otros. Sin embargo, eso es precisamente lo que haré para concluir este artículo. Siento que lo mejor es repetir mi cita previa de “Cristo en Ti”: “No existe nada externo que te pueda ayudar o enseñar algo hasta que no descubras la respuesta en tu interior”.

Ignoro el efecto que el Evangelio según Ana haya tenido en usted. Sólo sé que para mi representa un himno de esperanza, y estoy seguro de que para Ana fue una victoria del espíritu, un salto enorme en cuanto a su autenticidad , ser ella misma y expresar verdaderamente a su ser.

El crecimiento y la madurez sólo pueden ser logrados plenamente si somos capaces de incluir todos nuestros aspectos. No podemos soslayar partes nuestras con la esperanza de que algún día se integrarán por su propia cuenta, porque ello nunca ocurre y peor aún, nos arrastrarán consigo mientras no logremos reconocerlas, incluirlas y aceptarlas. Recién entonces podrán encontrar el lugar que les corresponde dentro del rompecabezas de nuestro ser.

Somos todos alumnos en la escuela de la vida, aprendiendo a conocernos a nosotros mismos y al mundo a través de nuestras experiencias. Algunos somos más aplicados y otros más perezosos, como suelen ser los alumnos, pero lo cierto es que todos los seres humanos estamos intentando, consciente o inconscientemente, dilucidar el misterio eterno de quién somos, dónde nos encontramos y de qué se trata todo esto. Nuestra vida es nuestra obra, nuestro aporte único y nuestra responsabilidad personal respecto de nuestra presencia y existencia.

La compasión es una emoción madura. Debemos haber logrado cierto grado de desarrollo emocional para poder experimentarla. La causa es simple: compasión significa “sentir junto a”, y no podemos sentir junto a otros si no somos capaces de sentir plenamente. Primero necesitamos sentir para poder luego sentir con otros.

Debemos dejar de huir de nosotros mismos para lograr gradualmente ser sensibles a las sutilezas misteriosas de nuestras emociones. Ellas constituyen el lenguaje que se expresa constantemente en nuestro interior.

Cuando le prestamos atención a nuestro lenguaje interior, comenzamos paulatinamente a comprender lo que nos está diciendo. Por medio del lenguaje de las emociones ingresamos en “el reino del corazón”, el sitio que habitan todas nuestras emociones. Cuando le dedicamos tiempo y atención a nuestras emociones, logramos conocerlas mejor y sentirnos más cómodos con ellas. De esta forma, la conciencia de nuestro ser cambia gradualmente, y se torna más amplia, profunda y sensible.

Las emociones son el elemento vital del ser interior, se encuentran siempre circulando y moviéndose al igual que un océano en permanente cambio. No podemos poseerlas y apropiarnos de ellas, tal como una ola no puede poseer al océano. Como seres humanos, todo lo que podemos hacer es navegar y explorarlas, con la esperanza de que podamos lograr un pequeño aumento de nuestro auto-conocimiento. Si el resultado consiste aunque más no sea en un pequeño incremento de nuestra capacidad para sentir compasión, diré, como suelen decir los judíos en Pascua, “Dayenu” (es suficiente).

Para Silvana.